-Oye, oye, apaga eso, o bajalo o lo que sea- Me acaba de decir mi madre- Y baja la persiana.- con un tono de voz angustiado, como si viniese a advertirme del inminente bombardeo atómico de nuestro hogar.
Son cerca de las doce. Mi hermano, mi
querido hermano, ha llegado hace algo mas de una hora de su viaje quincenal a Madrid para visitar a su novia. Ahora se está lavando los dientes, y mi madre, siempre tan atenta, se adelanta a cualquier posible molestia que pueda perturbar el sagrado descanso del señor conde, evitándole de paso el tener que dirigirse a simples plebeyos como yo. Juas.
Por supuesto, la condición de nobleza no es extensiva a un servidor, que mañana tendrá que aguantar televisiones a todo volumen que interrumpirán mi descanso, al igual que hoy me despertaron mis dos sobrinos jugando en el pasillo frente a mi puerta, y mi madre llamándolos a gritos desde la cocina.
Y por supuesto, la próxima vez que mi
querido hermano arranque la alargadera con mi ordenador encendido, o entre en el baño cuando estoy yo, hablando en plata, cagando porque necesita urgentísimamente su cepillo de dientes, o haga cualquier otra de sus simpáticas actividades, mi madre callará o, quizás, se atreva a mantener una asquerosa equidistancia para justificar su falta de compromiso, con uno de sus “ayyy....hombres hechos y derechos... y asi todo el día”. Si en el fondo tiene razón. Ya se sabe... los padres, que las visten como putas.
Pero eso sí, si no alcanza las copas mas altas del estante, si hay que bajar a algún recado, si hay que cuidar a mis sobrinos, si alguien, en cualquier momento o lugar, necesita una mano, no será al Señor Conde al que recurra. Válgame dios, sus señoría rebajándose a tales trabajos manuales... despediría de su sagrada presencia al servicio con algún chance, insulto velado o, mas directo aún, su majestuoso silencio.
Y claro, en estas estábamos, que mi
queridísimo hermano ha llegado hace apenas una hora a su mansión, y mi madre, siempre tan observadora y comprensiva, se ha dado cuenta de su falta de ánimos, de su nobiliario enfado, y ha querido deducir que algo no va del todo bien. Y por eso ha corrido a evitar que su pobre señoría tuviese que lidiar con un jovenzuelo irreverente como yo, y pudiese así descansar con la mayor displicencia. Que ya se sabe, su señoría trabaja muy duro para pagarse su coche con asientos deportivos y su casa, aunque luego prefiera seguir viviendo en esta por tener al servicio mas a mano.
Y aquí, este joven plebeyo no sabe muy bien que pensar, mas que nada porque tampoco tiene interés en desentrañar los misterios de los amoríos del señor conde, que por lo que uno sabe, podrían ir viento en popa, y su supuesto enfado ser en realidad cierta molestia por llegar tarde y por tener que poner la mesa para cenar; y a estas alturas a un servidor tampoco le resulta novedoso el interés de su madre en la vida sentimental del Señor Conde comparado con la absoluta apatía sobre todo lo que concierne a su vida. Y es que, ya se sabe, los plebeyos nunca hemos salido en las revistas del corazón, gran entretenimiento donde los halla.
En cualquier caso, no he podido evitar pararme a pensar sobre un hecho curioso. Y es que, si acaso su enfado fuese real tal y como apuntaba mi madre, y los amoríos de su señoría van mal, eso no produce en mi mas que un profundo regocijo.
Regocijo por la afortunada, que con suerte verá la autentica personalidad del Señor Conde, y lo que este esconde bajo la capa, antes de cometer algún terrible error. Y regocijo, simple y llanamente, porque a este tipo de escoria humana, carente de empatía y siempre atenta a cualquier oportunidad de aprovecharse de los demás, le vaya todo lo mal que le pueda ir a uno en la vida.
Soy un autentico hijoputa envidioso y con tintes psicoticos ¿No es cierto? Bueno supongo que, en ese caso, estoy en buen camino para llegar al trono. Al fin y al cabo he tenido los mejores maestros.